Desde que somos pequeños, la música ha servido para educar diferentes habilidades. Desde la coordinación, los movimientos a través de los ritmos, hasta la sensibilidad. Si lo pensamos bien, no hay momento en nuestra vida que no tengamos algo de música, aunque sea de fondo, inconscientemente, en la cabeza.
La música, la danza, igual que la literatura o el juego, siempre han servido para transmitir la cultura propia, valores personales, creencias, de padres a hijos. Diferentes estilos, distintos ritmos, pero un nexo común, incluso a través de las distintas épocas: la capacidad de conectar con nuestra esencia, nuestra raíz. Siempre ha sido un vehículo privilegiado para aprender a expresar nuestras emociones. Y eso es algo que nos caracteriza como seres humanos: la necesidad de comunicarnos, de expresar lo que pensamos o sentimos. No importa dónde hayamos nacido, en qué momento, dentro de qué cultura… hay una música que nos define.
Si buscamos similitudes, todas las culturas y creencias utilizan la música en las celebraciones, a todos los bebés se les cantan nanas, en cualquier lugar del mundo ha ayudado a expresar dolor, alegría, amor… y ha servido también como vía de comunicación con Dios (aquel en el que cada quién cree, llámese como se llame). Son nexo de unión en la comunidad.
Cuando no conseguimos comunicarnos a través del lenguaje… la música se expresa por nosotros. Incluso cuando necesitamos reivindicar algo, podemos hacerlo a través de la música. Una música que se ha ido impregnando de estilos diferentes, de formas diferentes de expresión, dependiendo de su procedencia, pero que en todo caso ha servido para enriquecer. …y un enriquecimiento que nos hace, en el fondo, hechos de la misma masa.
Hoy, día de la música, queremos que la melodía rompa las fronteras y nos una como hermanos y hermanas, nacidos en lugares diferentes del mundo.